Nos vendría bien una serena y pacífica meditación, el primero yo, sobre los derechos en los que se fundamenta nuestra convivencia y nuestras libertades. Todos, es obvio, defendemos el derecho a ser libre, respetados y tratados con justicia y equidad. Todos defendemos que la persona humana está por encima de intereses e ideologías y, por tanto, establecemos normas y leyes constitucionales que garanticen esa convivencia apoyadas en esos derechos.
Así, nacen los magnos acuerdos nacionales e internacionales que regulan la convivencia, en un clima de respeto y libertad, y los derechos fundamentales entre los seres humanos, los pueblos y las naciones. Sin embargo, es también obvio, no todo es así. Al menos, en las sociedades que vivimos, no se practica lo establecido constitucionalmente.
La siguiente reflexión deja, a mi juicio, una clara y correcta exposición de nuestros errores y limitaciones. No somos demócratas, ni defendemos libertades y derechos, sino, ¡eso sí! defendemos libertades y derechos, pero nuestras libertades y derechos, ¡no la de los otros!. Y, ¡la paradoja!, nos hemos comprometidos, al presentarnos a las elecciones, a defender la libertad y el derecho de todos.
Pero, ¿realmente lo hacemos? Lean y juzguen por ustedes mismos.
Bildu, Bin Laden y los derechos fundamentales
Cuando las normas sucumben ante la barahúnda política
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FRANCISCO J. BASTIDA CATEDRÁTICO DE DERECHO CONSTITUCIONAL
El Estado de derecho nació para someter la acción del Estado a normas jurídicas, prohibiendo la arbitrariedad de los gobernantes. El Estado democrático de derecho puso en el centro de esas normas a aquellas que garantizaban los derechos fundamentales de la persona y la participación ciudadana en la vida pública. Pues bien, contemplando cómo se celebra en Estados Unidos el asesinato de Bin Laden o cómo se despotrica contra el Tribunal Constitucional por admitir las listas electorales de Bildu, todo hace indicar que el derecho sucumbe ante la barahúnda política.
Se comienza creando un derecho penal del enemigo, que le niega las más elementales garantías, y se acaba exigiendo un derecho electoral del enemigo, que impida su concurso en las elecciones. Cuando la política orilla al Estado de derecho la pendiente se convierte en resbaladiza y el concepto de enemigo se hace cada vez más difuso. Se quiere a Bin Laden, vivo o muerto. Se tortura a un detenido para que dé pistas sobre su paradero; y, si no habla, por qué no torturar a su mujer o a sus hijos. Si el fin justifica los medios, no hay límite a la acción. El éxito es lo que cuenta. Lo mismo decían las dictaduras argentina y chilena cuando tiraban al mar desde aviones los cadáveres de los que consideraban terroristas.
En esa pendiente resbaladiza lleva tiempo jugando el PP, animando a su hinchada a que le siga. La dialéctica amigo-enemigo está por encima de cualquier otra consideración, lo que conduce, de un lado, a ampliar el espectro del enemigo, hasta llegar a señalar al Gobierno como traidor a España, y, de otro, a tomarse el derecho a beneficio de inventario. Es la mouriñización de la política: conspiración de muchos para que el club no obtenga el título y árbitros comprados para que ese designio se cumpla, callando cuando las decisiones benefician al equipo.
La sentencia del TC sobre Bildu puede ser discutible en términos jurídicos, igual que la anterior del TS en sentido contrario. De hecho, ambas cuentan con votos discrepantes. Lo que no se puede es deslegitimar al TC porque emita un fallo contrario a nuestro discurso y menos afirmar que lo hace recibiendo órdenes del Gobierno. ¿Se han leído las sentencias del TS y del TC? Parece que lo único que importa es si le dan a uno la razón, no las razones que emiten para no dársela. Por otra parte, si la justicia -no sólo el TC- está politizada, se debe al empeño de PP y PSOE en que así sea, con una composición sesgada del Consejo General del Poder Judicial y, en el caso del TC, por el singular empecinamiento del PP en que sean nombrados magistrados juristas de expresa identificación ideológica con sus postulados.
La sentencia del TC también puede ser discutible desde el punto de vista político y entenderla como un paso atrás en la lucha contra el terrorismo. Pero, del mismo modo, podría decirse que es un paso atrás en la lucha contra el terrorismo el que se juzgue y condene al general Galindo por las torturas en el cuartel de Intxaurrondo, o que es un paso atrás en la lucha contra la corrupción que se procese a Garzón por ordenar unas escuchas telefónicas supuestamente ilegales, pero demostrativas de tramas corruptas y de financiación ilegal de un partido. La cuestión es que un tribunal no puede decidir pensando en las consecuencias políticas de su sentencia, sino en si los hechos enjuiciados son o no conformes con las normas. El TC ha entendido, al igual que parte de los magistrados del TS, que no hay indicios suficientes para considerar que las listas de Bildu, una coalición de dos partidos legales, son una presencia política de ETA en la lucha electoral y que no se puede privar preventivamente del derecho a ser candidato a ciudadanos no vinculados con el entramado ETA-Batasuna, sin que sirva de argumento que carecen de esa vinculación por la astucia de ETA para que se integren en las listas personas no contaminadas por una previa relación con dicho entramado.
¿Por qué este empeño en cargarse el Estado de derecho, cuando sus garantías vienen tan bien para poder presentarse de nuevo a las elecciones con la camiseta de sospechoso e incluso de imputado por corrupción? Dejemos que esas garantías las disfruten todos los ciudadanos, aunque sus ideas y opiniones puedan causar tanta desazón en la sociedad como a algunos nos causa ver a dirigentes políticos tomarse el derecho a beneficio de inventario y atacar al TC con una agresividad e ignorancia más propias de concursantes de «Gran hermano» o de algunas tertulias de las nuevas televisiones digitales.
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