... batalla donde peleamos todos los días con las tentaciones que... |
Y no lo advertimos sino cuando ya el guiso está hecho, pero hecho a su manera, con sus ingredientes y a su propio gusto. Para entonces ya se hace difícil escapar, porque antes, cuando todavía se estaba a tiempo no se puso las actitudes y condiciones que se necesitaban para salir airoso.
Si lo dejas entrar, incluso lo invitas y le permites dialogar y tentarte, los resultados pueden asombrarte, y para cuando adviertes peligro, el terreno ya está comido. Por eso, una constante vigilia, en oración directa y personal.
Un constante ayuno, ayuno de dominio de sí, de sacrificio para estar equilibrado, para no dejarte poseer por las cosas hermosas del mundo, para no dejarte comprar ni someter. Ayuno de circunstancias que nos invitan al confort, a entrar en la zona peligrosa y confortable del instalamiento. Ayuno de estar preparado, como Jesús, en su adiestramiento en el desierto.
Y un constante desprendimiento de los apegos que nos acechan, que nos seducen, que nos tientan a cada momento, y que aprovechan la más mínima debilidad para debilitarnos, para aminorar nuestra sangre y congelar nuestro corazón, como si de una sanguijuela se tratara, y nublar nuestra vista para despertar sumergido en la oscuridad que te entrega al pecado.
¡Cuidado, mucho cuidado! Sin Él nada podemos hacer. Porque no se trata de mis planes, mis proyectos, mis amores, mis ideales, sino de los Suyos. Los míos son hermosos, pero caducos, finitos, vacíos de contenido y muy poco duraderos.
Los de Él son eternos, plenos, llenos de contenidos, ¡no hermosos, sino inmensamente maravilloso!, cargados de vida, de sentido, de pasión, de gozo y felicidad. Es Dios, mi Padre, y como Él no hay nada que lo pueda sustituir ni igualar. Pero cuesta sudor y sangre experimentarlo, buscarlo y guardarlo. Cuesta siempre, toda la vida, hasta la última gota de sangre.
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