Sin pararnos, grave error que padece el ser humano, nos será más difícil encontrar las respuestas que, en mayor o menor medida, todos buscamos. Algunos, en muchos momentos (las buscamos), desesperados y angustiados. No es fácil vivir abierto a las correcciones y dejarnos corregir, porque eso equivale a dejarnos amar. Siempre que alguien nos hace una corrección para nuestro bien y el bien común, es alguien que nos quiere, y, en consecuencia, busca nuestro bien.
Y no nos es fácil porque porque casi siempre las correcciones duelen, dejan un mal sabor en el alma, y nos interpela a cambiar o reconocer nuestro error. Eso hiere nuestro propio orgullo y enciende nuestra soberbia. Porque nos cuesta rebajarnos, humillarnos, sentirnos por debajo de y aceptar nuestro error. Nos podría ayudar en los momentos de halagos y flores el recordar cuando no ha sido así, y cuando hemos sido consciente de haber metido la pata.
Existe en el corazón humano un instinto profundo de autodefensa. Muchas veces, por no decir siempre, consideramos nuestras elecciones, nuestros gustos, nuestro estilo de vida, como bueno y conveniente. Por eso, la llegada de una voz o de una mirada que reprocha, que corrige, es recibida, en muchos casos, con actitudes negativas. Es entonces cuando nos enroscamos, nos cerramos a cualquier ayuda, pues no la vemos como ayuda, sino como interferencia, como algo hostil e invasivo, como una amenaza.
Existen, es cierto, reproches agresivos que buscan hacer daño, que nacen a veces desde actitudes de venganza. Antes tales reproches necesitamos defendernos, para que una palabra no nos hiera, no nos destruya internamente, no nos contagie de los sentimientos oscuros de quienes entran para invadir la propia vida.
Pero si descubrimos en tantas otras correcciones una actitud de afecto sincero, de interés por nuestras personas y nuestras acciones. Si reconocemos que el reproche sólo es ofrecido para nuestro bien. Si nos damos cuenta de que el consejo busca apartarnos del mal camino, ayudarnos a evitar peligros, orientarnos a horizontes buenos y sanos, entonces es posible superar actitudes de autodefensa malsana para abrirnos a consejos constructivos.
Es el momento de dejarnos amar, y de convertirnos como niños, porque para dejarse amar hay que sentirse humilde, abajarse, empequeñecerse, hacerse sencillo, ingenuo, bien intencionado y simple. Es necesario dejar a un lado nuestra suficiencia, nuestra soberbia, nuestro orgullo, nuestra prepotencia y...
Y eso no es fácil, y es más, creo que sólo nada conseguiríamos, porque es superior a nuestras propia humanidad y contra ella no podemos luchar. Se equivocan los que lo hacen. Y, llegado el momento, cuando los criterios personales se han endurecidos, cuando hemos llegado a creer que los demás no tienen ni el nivel ni la experiencia suficientes para llegar a la suela de nuestros zapatos, nuestra apertura se hace mucho más difícil, y, por lo tanto, la ayuda necesitada nos va a suponer un doble esfuerzo también por nuestra parte.
La Gracia, por el Único que la puede dar, ha de ser proporcionada a nuestras actitudes y criterios encallados y anquilosados para poder desatascarlos. Pero si hemos mantenido una moderada humildad y no tenemos actitudes altaneras, si no despreciamos ni al grande ni al pequeño, ni al rico ni al pobre ni a quien tiene muchos títulos ni al que no tiene ninguno, entonces podremos abrir el alma a cualquier corrección valiosa que nos ofrezcan tantas personas buenas que buscan, simplemente, ayudarnos a orientar un poco mejor el camino de la propia vida.
Hay muchos retratos cuyas actitudes altaneras hacen pagar a otros, con sangre y sudor, todos sus errores soberbios e engreídos. Es en el mundo político y en la función pública donde se detectan y se hacen visibles todos estos, estereotipos que tanto perjudican a la sociedad. E ignorantes de su propia vanidad se presentan como salvadores y soluciones para el servicio de sus semejantes. Son los intelectuales que saben mucho de imponer sus criterios, pero no bajan ni admiten dialogar los criterios del otro. Son los maestros que hablan de derechos, pero violan los derechos, por su arrogancia y soberbia, los derechos de otros.
Pero, también, andan en las células que forman los pueblos, las familias, el mundo del trabajo, la justicia, la religiosidad, y... Son los hombres y mujeres que defienden amar pero no aman... que defiende la vida, pero matan... que proclaman la libertad, pero esclavizan... Somos todos aquellos que no nos esforzamos en amar un poco más y en dejarnos amar mucho más.
Y no nos es fácil porque porque casi siempre las correcciones duelen, dejan un mal sabor en el alma, y nos interpela a cambiar o reconocer nuestro error. Eso hiere nuestro propio orgullo y enciende nuestra soberbia. Porque nos cuesta rebajarnos, humillarnos, sentirnos por debajo de y aceptar nuestro error. Nos podría ayudar en los momentos de halagos y flores el recordar cuando no ha sido así, y cuando hemos sido consciente de haber metido la pata.
Existe en el corazón humano un instinto profundo de autodefensa. Muchas veces, por no decir siempre, consideramos nuestras elecciones, nuestros gustos, nuestro estilo de vida, como bueno y conveniente. Por eso, la llegada de una voz o de una mirada que reprocha, que corrige, es recibida, en muchos casos, con actitudes negativas. Es entonces cuando nos enroscamos, nos cerramos a cualquier ayuda, pues no la vemos como ayuda, sino como interferencia, como algo hostil e invasivo, como una amenaza.
Existen, es cierto, reproches agresivos que buscan hacer daño, que nacen a veces desde actitudes de venganza. Antes tales reproches necesitamos defendernos, para que una palabra no nos hiera, no nos destruya internamente, no nos contagie de los sentimientos oscuros de quienes entran para invadir la propia vida.
Pero si descubrimos en tantas otras correcciones una actitud de afecto sincero, de interés por nuestras personas y nuestras acciones. Si reconocemos que el reproche sólo es ofrecido para nuestro bien. Si nos damos cuenta de que el consejo busca apartarnos del mal camino, ayudarnos a evitar peligros, orientarnos a horizontes buenos y sanos, entonces es posible superar actitudes de autodefensa malsana para abrirnos a consejos constructivos.
Es el momento de dejarnos amar, y de convertirnos como niños, porque para dejarse amar hay que sentirse humilde, abajarse, empequeñecerse, hacerse sencillo, ingenuo, bien intencionado y simple. Es necesario dejar a un lado nuestra suficiencia, nuestra soberbia, nuestro orgullo, nuestra prepotencia y...
Y eso no es fácil, y es más, creo que sólo nada conseguiríamos, porque es superior a nuestras propia humanidad y contra ella no podemos luchar. Se equivocan los que lo hacen. Y, llegado el momento, cuando los criterios personales se han endurecidos, cuando hemos llegado a creer que los demás no tienen ni el nivel ni la experiencia suficientes para llegar a la suela de nuestros zapatos, nuestra apertura se hace mucho más difícil, y, por lo tanto, la ayuda necesitada nos va a suponer un doble esfuerzo también por nuestra parte.
La Gracia, por el Único que la puede dar, ha de ser proporcionada a nuestras actitudes y criterios encallados y anquilosados para poder desatascarlos. Pero si hemos mantenido una moderada humildad y no tenemos actitudes altaneras, si no despreciamos ni al grande ni al pequeño, ni al rico ni al pobre ni a quien tiene muchos títulos ni al que no tiene ninguno, entonces podremos abrir el alma a cualquier corrección valiosa que nos ofrezcan tantas personas buenas que buscan, simplemente, ayudarnos a orientar un poco mejor el camino de la propia vida.
Hay muchos retratos cuyas actitudes altaneras hacen pagar a otros, con sangre y sudor, todos sus errores soberbios e engreídos. Es en el mundo político y en la función pública donde se detectan y se hacen visibles todos estos, estereotipos que tanto perjudican a la sociedad. E ignorantes de su propia vanidad se presentan como salvadores y soluciones para el servicio de sus semejantes. Son los intelectuales que saben mucho de imponer sus criterios, pero no bajan ni admiten dialogar los criterios del otro. Son los maestros que hablan de derechos, pero violan los derechos, por su arrogancia y soberbia, los derechos de otros.
Pero, también, andan en las células que forman los pueblos, las familias, el mundo del trabajo, la justicia, la religiosidad, y... Son los hombres y mujeres que defienden amar pero no aman... que defiende la vida, pero matan... que proclaman la libertad, pero esclavizan... Somos todos aquellos que no nos esforzamos en amar un poco más y en dejarnos amar mucho más.
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