Es curioso y misterioso que unos creamos y otros no. Dentro incluso de la misma familia y de las mismas comunidades eclesiales hay diferentes estados, por llamarle de alguna manera, de fe. Aunque creamos nuestros actos, actitudes y vivencias no descubren nuestra fe. Y eso es lo malo, porque cuando cree en alguien lo transmites, y si no lo haces no parece que creas plenamente.
Jesús se dejó ver durante los cuarenta días posteriores a su Resurrección. Fue revelándoles cosas que no habían entendido y enseñándoles el camino por donde debían caminar. Y dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo (Hechos 1, 1-11). Les hablaba del Reino de Dios y les animaba a esperar y perseverar hasta la venida del Espíritu Santo.
Porque es el Espíritu Santo quien nos guiará, nos revelará y alumbrará el camino enseñándonos todo lo que hay que decir y hacer para dar testimonio de la salvación, en Jesús, de todos los hombres. Llegado el tiempo, que Él decidió, y congregados todos sus discípulos a su alrededor tras sus últimas instrucciones, lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijo al cielo, viéndole irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco que les dijeron: Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse.
Y el Espíritu de Jesús continúa dando ánimo, fuerza, consejo, luz, valentía y sabiduría para que su Iglesia continúe la misión encomendada. El poder del infierno, es decir, del Príncipe del mundo, no podrá contra ella, porque no va sola. Caminamos en compañía del Espíritu Santo que nos guía y protege.
Ahora, ¿creemos que eso es así? Porque si lo creemos tendrá que notarse. Y realmente se nota porque la Iglesia ha superado muchos obstáculos y los seguirá superando. No obstante, siempre es bueno hacer una reflexión interior y ver cuál es la medida de nuestra fe, y, por supuesto, nunca dejar de pedírsela al Señor.
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