Hay una cosa que me fascina, lo cual no significa que siempre apetece, pero si siempre se necesita y es necesario vivirla. El amor no es un sentimiento, ni tampoco una pasión, y menos afectos o emociones. El amor es un compromiso. Un compromiso que mata en muchos momentos, porque exige soportar casi lo que no queremos o no podemos, y, por supuesto, perdonar.
Pero, metidos en nuestro propio yo, descubrimos que estamos hecho para amar. Sin amor no podemos vivir. Necesitamos amor para todo: pasiones, sentimientos, emociones, afectos... pero sobre todo para comprender y perdonar. Y es ahí donde empieza lo difícil, porque soportar y perdonar exige mucho amor. Pero no un amor pasional, sentimental, menos romántico o afectivo, porque así no entra nunca el perdón y se soporta hasta que duren esas pasiones, sentimientos, romanticismos y afectos.
Se necesita un amor comprometido. Un amor que nazca de abajo, del conocimiento, de la unidad, del mismo Amor que nos une y nos convoca. Un amor que con frecuencia se siente cercano, compartido y perdonado. Un amor que nace desde el banquete Eucarístico compartido, si es posible, a diario o con bastante frecuencia. Creo que es el lugar donde brota y fermenta el germen del verdadero amor, un amor fundamentado en el Amor del Señor que nos une y nos invita a morir cada día esforzándonos en soportarnos y perdonarnos.
Un amor que en la vivencia frecuente de la Palabra, la oración y la Eucaristía fermenta el perdón y nos descubre que sólo en torno a Él podemos encontrar y mantener la llama del amor. Sería importante, y más, necesario, celebrar la Eucaristía diaria en las parroquias. Porque creo que es ahí donde fragua y fermenta la verdadera comunidad de vida que aviva la llama de amor de la comunidad.
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