Muchas veces no encontramos, o se nos esconden las razones de nuestra fe. O simplemente creemos porque nos ha venido dado de nuestros padres o tradición familiar. No es que sea malo heredar la fe de nuestros padres o familia, pero sería bueno encontrar razones del por qué de nuestra fe. Porque en el devenir de nuestro camino vital, la vida nos la puede pedir, o si no las tenemos la podemos perder en el menor contratiempo o tentación.
Yo encuentro una muy natural y que es común a todo ser viviente. Se trata de la felicidad. Supongo, con total acierto, que nadie quiere ni busca la infelicidad. Al contrario, todos luchamos por un mundo mejor y más feliz. Todos queremos ser felices. Y después de buscar un cierto tiempo, no me hizo falta mucho, desde joven, empecé a observar por mí mismo y por lo que habían vivido otros mayores que yo, que lo que te ofrece este mundo no llega para darte la plena felicidad.
La sombra de la muerte echa abajo toda felicidad. Y la temporalidad de las cosas las convierte en caducas y fuera de rango. No mantienen esos deseos que tú yo quiere y busca perpetuar. Así las cosas, esta vida se convierte en una búsqueda inútil y estéril. Con momentos buenos y felices, pero que se van pronto y llegan otros tristes y de sufrimientos y con la muerte esperándonos en cualquier momento.
¡No!, no tiene sentido. Tiene que haber algo pleno, eterno, gozoso, porque eso es lo que siento dentro de mí. Y si lo siento se supone que está. Y ese fue mi descubrimiento, Jesús de Nazaret habla de eso, y a eso ha venido a este mundo. Sabe de nuestros sufrimientos y tristezas, y sobre todo del miedo a la muerte. Y nos viene a liberar.
Era precisamente lo que buscaba, y en, por y con Él sigo el camino esperanzado y seguro de su Palabra y Promesa de Salvación. En Él la Vida no se acaba, al contrario, se transforma en una Vida plena de gozo y felicidad eterna.
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