No se puede parar. ¡No!, la fe nunca puede permanecer parada. Si llega a pararse ha dejado de ser fe, porque la fe siempre está esperando, vive en la esperanza y permanece espectante en el camino ascendente. Porque quién camina adelanta, y quién adelanta crece. Si hoy tu fe es igual que ayer, tu fe ha estado parada, o, lo que es peor, ha retrocedido. Eso significa que empieza a dejar de creer y amenaza con morir.
La fe es una llama permanente y alimentada. ¡Claro!, necesita estar al lado del calor. Es más, estar en el Calor. El Calor que la mantiene viva, interrogante, arriesgada, caminando al filo de la navaja. La fe no calla nunca, siempre está preguntándose, exigiéndose y buscando. Y nunca se cansa. Es más, opta por confiar y abandonarse confiada en la Manos de su Señor.
La fe termina por ver lo que cree, porque tanto es su anhelo que consigue el premio a su perseverancia. Hay muchos testimonios de fe premiados por su constancia y su tenacidad. No puedo obviar el pasaje de la mujer cananea. Aquella mujer, no judía, arrancó de Jesús su propósito por su testimonio de fe que sorprendió al Maestro. La fe no desfallece, y, realmente es fe, porque a pesar de los obstáculos camina y persiste y confía.
Una fe así tendrá respuesta como la han tenido todos aquellos que han perseverados. Una fe que no se para, que camina y vive, vive en el amor y la realidad que le rodea. Una fe que se interpela y se exige amar, porque descubre que sólo amando está realizando verdadero acto de fe.
1 comentario:
Es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios (Encíclica Lumen Fidei).
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