No cabe duda, la fe es un don de Dios, pero algo nos toca a nosotros que hacer para poder recibirla, pues por pura razón, si eso no fuera así no sería justo que unos tuviesen fe y otros no. Dependerá de que queramos recibirla, la pidamos y tengamos nuestro corazón abierto a la Gracia del Espíritu Santo que nos ilumina y nos asiste.
Un ejemplo no podrías ayudar. Imaginemos que de repente suena el teléfono y se oye una voz que trata de identificarnos. Una vez identificado nos comunica que un pariente lejano en un país lejano nos ha dejado una inmensa fortuna. Eres el único heredero y el Banco, encargado de comunicártelo, después de una ardua búsqueda te ha localizado y te da esa gran noticia.
¿Qué ocurre? Te lo crees o no. Posiblemente tendrás tus dudas, pero la noticia es tan fuerte y maravillosa que, a pesar de tus dudas, quieres creértelo y te gustaría que fuese cierta. Sin embargo, la única posibilidad que tienes de averiguarlo es creértelo y arriesgarte a ir ese lugar lejano y recibir la herencia. Dependerá de ti el ir o no; el creértelo o no.
Pues mira, nuestro Padre Dios te ha dejado una herencia mayor, inmensa y para siempre. Nunca te la podrás gastar por mucho que gaste y tires. Será la dicha de la dicha. Está puesta a tu nombre. Ahora, ¿te lo crees o no? ¿Estás dispuesto a ir a buscarla?
Dependerá de ti que heredes esa fortuna. No hay otra forma de saberlo y averiguarlo sino ir en su búsqueda. Tú decides, serás inmensamente feliz y rico, o quizás lo pierdas todo, incluso lo que tienes.