Con cierta
frecuencia observo a algunas personas, sueles ser muchas, que hace
genuflexiones y gestos de postrarse y arrodillarse ante el Señor. Cuando no,
tocar las imágenes y repetidas señales de la cruz persignándose varias veces. No
es que encuentre mal eso, pero siento el deseo de compartir lo que pienso y
creo.
Dios, nuestro
Padre, no es un Padre que nos quiere firmes ni exige que estemos de rodillas y
en repetidas genuflexiones. Me imagino a Padre Dios como a cualquier padre de
este mundo que cumpla con su función de padre. Nos quiere y nos, dentro del
respeto, dar abrazos y confianza. Cada cual puede imaginarse como se relaciona
con su padre. La parábola del Padre amoroso o hijo pródigo - Lc 15, 11-32 - nos describre como y cuanto nos quiere Dios.
De la misma
manera, Padre Dios, que nos ha creado a su imagen y semejanza, quiere que nos comportemos
con Él. No importa, aunque no es nada malo, tantas reverencias externas genuflexiones
sino lo verdaderamente importante que nuestro Padre Dios quiere es la intención
y el reconocimiento que guardamos en nuestro corazón. Es esa la verdadera
intención que le importa al Señor. Porque, si nuestro corazón reconoce a
nuestro Padre Dios como el Padre que nos da la felicidad eterna, todo lo demás se
hará por añadidura según su Voluntad.
Lo que realmente propongo y, mejor comparto, es que lo que interesa no son los gestos externos sino lo que siente nuestro corazón. Ese es el verdadero reconocimiento que quiere y gusta al Señor. Y es el que realmente tenemos que poner de rodillas cuando nos arrodillamos. Y no lo digo yo, sino que lo dice el Señor en el Evangelio cuando habla de las verdaderas intenciones que son las que manchan nuestra alma. No las que vienen de afuera, sino las que se fraguan dentro - Mateo 15, 1-2. 10-14 - en nuestro corazón.
Simplemente, no trato de que los que piensan así dejen de hacerlo, solo que entiendan que lo que importa es lo que sienta mi corazón y no los cumplimientos. Estos valen y tienen verdadero sentido cuando realmente salen de dentro de la conciencia de que el Señor es mi Padre que me ama, y me perdona con infinita misericordia y me regala la felicidad eterna. Y le busco, le reconozco y, por eso, cumplo, porque mi cumplimiento se transforma en un gozo libre y deseado. Nunca impuesto como una norma u obligación de cumplir.
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