Mi pueblo ya no es un pueblo, ha crecido bastante y respira olor de ciudad. Sin embargo, me gusta recordarlo como pueblo porque él fue el que amamantó mis primeros pasos y me enseño mis primeros paseos. Más tarde, en su viejo parque meció mis tardes de juego en las que florecieron mis primeros amigos. Amigos que a veces recuerdo y me pregunto, ¿qué será de ellos?
Porque unos han volado a otros lugares; otros aparecen y desaparecen según las estaciones, y todos han seguido caminos que, por una u otra causa, nos separan y toman rumbos diferentes. Amigos de juegos de "coge y deja", del boliche y del trompo; amigos de "la piola", de emular a los cowboys, de los primeros descubrimientos, del colegio, del fútbol, de las primeras novias, de los primeros bailes, del trabajo...
Amigos que ya se han ido, amigos que sufren enfermedad y amigos envejecidos por el tiempo que nos avisa que pronto llegará nuestra despedida. Amigos a los que me gustaría reunir y hablarles de esperanza, de gloria y alegría. Amigos a los que me gustaría decirle que, a pesar de la separación, permanecemos juntos y juntos volveremos a permanecer, porque todos somos hijos de un mismo Padre.
Mi pueblo es el lugar que Dios me ha regalado para ganarme el cielo. En él tengo el espacio y el tiempo donde vivenciar mis actos de amor, y donde demostrar y testimoniar el amor que digo tener a Dios. Mirado así siempre será un regalo tener un pueblo, y unos amigos, y una comunidad, y una Iglesia. Por eso, sin darme cuenta he empezado a sentir que quiero a mi pueblo, y que busco lo mejor para mi pueblo y para la gente que vive en mi pueblo, pues de mi amor hacia ellos dependerá mi dicha y mi gozo en el Señor.
Y he pensado: "Si todos nos empeñamos en amar a nuestros pueblos, el mundo empezaría a ser mejor".
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